En un pueblo, en el que abundaba el trabajo y la comida, un
perezoso estaba a punto de morir de hambre.
Se reunieron el alcalde, el párroco, el consejo municipal y
el defensor del pueblo, y por unanimidad acordaron enterrar vivo al perezoso;
porque para el pueblo sería un desprestigio que alguien muriera de hambre.
Cogieron cuatro tablas, armaron un cajón, metieron al
moribundo, y salieron con él rumbo al cementerio.
Una señora preguntó:
- “¿Quién murió?”.
- “Nadie” –le respondieron;
- “¿y entonces a
quien llevan ahí?” –insistió.
- “Al perezoso que lo vamos a enterrar vivo antes de que
muera de hambre” –le explicaron.
- “No, no, no hagan eso –exclamó la señora–, yo con mucho
gusto regalo un kilo de azúcar”, Otra señora regaló 10 gallinas; un señor, puso
una carga de arroz, más un bulto de papas; un hacendado donó un barril de
leche, 50 arrobas de queso, una carga de plátanos y otra de yucas. Todos,
todos, todos los paisanos donaban, donaban y donaban comida por montones.
Cuando iban llegando al cementerio desistieron del entierro
porque el moribundo ya tenía comida suficiente para 100 años.
El perezoso sacó la cabeza, y preguntó:
- “¿Quién va a cocinar todo eso?”.
- “Pues, usted” –le
contestaron.
Y el hombre exclamó: “Entonces… ¡que siga el entierro!”.